jueves, 7 de enero de 2010

La mia signorina


Un despropósito que llueva en Firenze. No hay techos donde guarecerse para masticar un refuerzo- o ver esculturas andantes, cuadros móviles, calles adoquinadas que se olvidarán luego, porque no hay instrumento fino que las pueda engrampar.


Caminamos rápido hasta la entrada de un cajero automático. Encontramos ahí un lugar donde espantar la llovizna insistente; nos sentamos en el escalón a comer. Me las ingenio para desenmascarar rincones urbanos que puedan ser escondrijos de quienes nos movemos por las calles sin horario. Campidoglio me sigue confiado. Me ha visto engañar a las nubes y entrar al cielo por la puerta principal.

Allá en Roma, para resistir tanta Italia lluviosa entramos a una misa íntima cerca de Piazza Navona. Una atea y un condescendiente atendiendo un sermón privado, en latín, y con un cura mirándonos a los ojos. Fue igual que rezarle al capitalismo sin tarjeta magnética. Decidí entonces comprar impermeables.


De la serie “On the road” (2)


martes, 5 de enero de 2010

Escondida

La casa estaba escondida; la encontramos una tarde de febrero. Andábamos siguiendo el derrotero de pájaros serranos cuando tomamos la osadía de meternos entre unos pastos crecidos y abiertos por las huellas de un tractor. El rojito olfateó con su instinto de motor ronco hacia una arboleda obediente que flanqueó con verdura el camino. Las sierras codeaban la brisa en movimientos planos.


Era un país puro. La primavera, la mentira más genial.

El monte se abrió delante de un camino trunco, y se detuvo el agua de la cañada para besar las piedras. Patos y garzas en un bañado pedigüeño rogaron contemplación. Allí encontramos la casa, palpitando y lenta. Levantada en paz. Dando de lo que no tiene, casi todo.

De la serie “On the road” (1)

lunes, 4 de enero de 2010

esas ganas


Tengo ganas de encontrar alguna respuesta a pregunta que todavía no está bien preguntada. No tengo ganas, esta vez, de pedir permiso. Será que siento esa libertad en los deditos y en el pecho y sé que puede salir volando. Esa libertad la he ganado hace poco…pero la siento allí, entibiando los pliegues espirituales de la axila.

jueves, 31 de diciembre de 2009

sin guantes

Con que absoluta comodidad me metí entre sus brazos, me arrimé a su mostrador y me quedé sostenida por mí misma, pero oliendo la sutileza de su felinidad. ¿Cual era sería la lógica encantada de aquel balanceo, de aquel abrazo que ya me había dejado hechizada?. Nada intelectual, por cierto. Nada sorprendente, nada provocador. Un equilibrio exacto entre el ser y el estar: eso era. Un moverse fino, pero de emoción, de la pura emoción de querer improvisar. ¿Y a mi qué? A mi quizá la posibilidad de ser en su estar. En un movimiento que al fin me habita, que me eleva en el juego de voy y vengo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

LOS GIGANTES DE MENTIRA



Una vez, hace años, las playas eran de otros, los gigantes de mentira. Los de papel eramos nosotros, los pequeños. No teníamos sueños; teníamos plena consciencia de la hora del desayuno y del momento en que las playas quedaban desiertas. Y allí íbamos.

Nos reuníamos sobre la arena y cantábamos, y bailábamos, hasta la hora en que suponíamos ellos volverían. Ahí se armaban trifulcas, porque había pequeños de papel que siempre se querían quedar un rato más en la arena. Entonces suponíamos amenazas, sombras discretas que podían o no provenir de los gigantes de mentira, pero que estaban. Se dibujaban por detrás de los edificios. Había quienes se abrigaban en el mar, que a esa hora incierta se tornaba tibio. Las rondas se desperdigaban. Los cantos se esparcían como polvo por el aire, se filtraban entre las casas vacías que como redes los colaban contra los rincones. Quedaban resonando en la bruma y nosotros apartados unos de otros, desencontrados. Las huellas en la arena desarmaban el espacio finito en caminos inconclusos de ida sin vuelta. Algunos, rápidamente, se retiraban en grupos silentes. Mojados pequeños de papel, ayudados por otros para no rompernos, nos replegabamos en arrugados andares para achicar la resistencia de la partida. Al día siguiente volveríamos, aunque eso del todo nunca fuera seguro.
Los menos se quedaban hasta último momento, tentando la frontera indómita. Estos pequeños intentaban vibrar con el riguroso peligro de lo impredecible. Ver siquiera una sombra de gigante acercarse a lo que naturalmente nos pertenecía, la playa inmensa y fresca, los cielos peinados de estrellas, cielos sabios, viejos, y observadores. Cielos pobres y nublados, tirando gotas. Cielos cómplices de tanta inmensidad.

Una tarde supimos en el gesto que el tiempo se había terminado. Fuimos detrás suyo. Donde podíamos estar, quedamos: en el gozo y en el sueño. Espera. Interminable espera. Diseminados. Quedamos rotos. Idos en el compás.